viernes, 16 de diciembre de 2011

Cary Fugunaga y la fotografía de su 'Jane Eyre'


Si en estos tiempos de remakes, revivals, resurgimientos, renacimientos y modas retro varias hay quien se atreve a hacer una película ambientada en un novelón romántico, con todos sus ingredientes dramáticos decimonónicos -amores imposibles, mujeres cultas constreñidas socialmente por su rebeldía, mansiones misteriosas que terminan incendiadas -, si hay quién apuesta por algo tan maleado y revisitado por el séptimo arte, poniendo además en riesgo una costosa producción, eso es un esperanzador síntoma de que, a pesar de los pesares, el cine goza de buena salud. Sobre todo porque ello significa que podemos seguir viendo historias de todo pelaje- de casi todo, perdón- si se hacen bien. Y porque puede también venir a significar que aún se puede recuperar un tema clásico a más no poder, como es el caso, llevándolo a la pantalla con un lenguaje visual que no ansíe mostrarlo como un producto plenamente innovador, sino, simplemente, una revisión de estilo propio con intensificación de la historia a través de personajes.
Esto se puede predicar de la última película del nipón Cary Fugunaga, Jane Eyre, basada en la novela del mismo título de Charlotte Brontë, protagonizada por Mia Wasikowska, que vimos en la versión de Tim Burtton de Alicia en el país de las maravillas, y el apuesto Michael Fassbender. El valor de esta producción radica en sus elementos técnicos, y no sería de extrañar que aparezca nominada a varios de ellos, especialmente la fotografía, el vestuario y la dirección artística. Tanto es así que el film es recomendable aunque solo sea por disfrutar de ellos. 
Recuerdan sus planos de interiores nocturnos iluminados por candelabros al pintor francés de George de la Tour, creando deliciosos juegos de luces y sombras que ambientan las pasiones y enigmas de la trama al modo de los cuadros del artista barroco, maestro de la exquisitez luminosa y del tiempo detenido. La vestimenta romántica sumerge al espectador en ese mundo maravillosamente terminado de los cuadros de Goya, de Ingrés, de los Madrazo. 
Ese mundo que el colonialismo y la modernidad que trajo la segunda revolución industrial extinguieron irremediablemente, relegándolo a la historia del arte y la literatura. Las atmósferas borrascosas, que remiten sin duda al alma de los protagonistas, con sus nieblas, tormentas, brumas, tan propias de las sublimaciones románticas, construyen un clima fílmico de ensoñación y fantasmagoría que nos ponen del lado de la humilde protagonista, dedicada a rescatar de la ciénaga de sus pensamientos al todo todopoderoso dueño del casoplón con sus inasibles hectáreas. 
El Sr. Rochester con sus demonios a cuestas y su mala hostia constante -que logicamente tienen un porqué mostrado por la narración en su debido momento- busca en la delicada Jane su Orfeo redentor, y todos los extraordinarios planos de decorados fascinantes y paisajes inmensamente bellos aderezan la historia mucho más que el guión más bien poco regular  de este peliculón folletinesco. 
Los diálogos de Bronte, excelentes, de rica y solvente literatura idealista, dotan de intensidad y profundidad al culebrón, lo hacen interesante a fin de cuentas. Y las interpretaciones están a la altura del presupuesto, cuando menos, y si de vez en cuando amenaza el aburrimiento, aparece la inconmensurable Judi Dench haciendo de ama de llaves ni mala ni dominante -ya tiene mérito- y te rescata con una mirada sutilmente temerosa o una frase simple y plana.
Y si hay otro protagonista, es sin duda la mansión, precedente literario de la Manderlay de Rebeca, película que por cierto influye constantemente en esta nueva versión de Jane Eyre ( Es uno de los abundantes ejemplos de influencia recíproca de cine y literatura) Casona palaciega de genuino british style que acoge a la desvalida protagonista y la hace crecer a medida que ésta recorre sus dependencias y misterios. Secretos, habitaciones escondidas, salones con chimenea de luz más tenebrosa que cándida, torreones con ventanas que todo lo ven, en fin, la casa del enigma del amor.
La intensidad de los personajes protagonistas también resulta un aliciente incuestionable. Los dos actores principales saben manejar con precisión, convirtiéndose en el centro del film de un modo más profundo que en otras versiones que se han realizado en cine, incluso más que en la novela.
Para los amantes de la historia del arte, esta película es un catalogo museístico. El elegante protagonista parece extraído directamente del cuadro El caminante sobre el mar de nubes, del alemán Gaspar David Friedrich. La joven heroína Jane, es una hermosa dama neoclásica de Gainsborough o a veces de Reynolds. La Dench, más bién recuerda a las dueñas caseras barrocas de Vermer, y los paisajes son Constable en estado puro. Pintura en movimiento para aficionados exigentes que, al menos estéticamente, esta película seguro no les decepcionará.
Y supongo que estrenaran no tardando la última versión de Cumbres borrascosas, de la hermana más conocida, Emily Brontë, que se presentó en la última edición de la Seminci con no demasiado éxito. Sobredosis para los románticos recalcitrantes, entre los que por fortuna me encuentro.